miércoles

Matisyahu - Youth

JDub Records - Epic 2006



Lo primero fue el prejuicio -que Nietzsche adjetivaba como suburbano- disfrazado de pregunta: ¿qué es lo que puede ofrecerle al reggae un músico devenido en judío ortodoxo practicante para quien, uno supone, la religión lo es todo? Lo primero que me imaginé era que podía escuchar una suerte de adaptación hebrea de las bandas de rock'n'roll cristianas. Un émulo de los pelilargos otrora emparentados con los representantes de Satán, revoleando largas melenas, chalecos con brillos, botas al mejor estilo glam rock. Pero el sencillito de don Matisyahu se calzó la misma ropa que usan los muchachos ortodoxos del barrio y desgrana unas contundentes, amigables, filosas mezclas del más cálido reggae con el tan vapuleado hip-hop sin dejar de resonar un fondo de cocción de música judía. Más cercano, paradójicamente (o no tanto) al mix propuesto por la belga-egipcio-palestina Natacha Atlas.


Youth es un disco sumamente parejo lo que no quiere decir que le hayan pasado un rasero. Hay puntos muy altos como Fire Of Heaven/Altar Of Earth, el mismo Youth y Time Of Your Song, en un comienzo de disco contundente y a puro reggae. Y otros apenas por debajo. Es de esperar: letras comprometidas con su religión (traducir Jerusalem) , una militancia tolerante no exenta de poética y, sobre todo, una claridad conceptual que no abunda. Como perlita, en el track Dispatch The Troops desliza el SOS de Message in a Bottle de los recargados The Police, tema que el mismo Matisyahu recreó tiempo después. No soy de los que consideran que hay que pasar la vida lo mejor que se pueda hasta la llegada del reino de los cielos: obviando esa presencia discursiva decanta un excelente disco.


jueves

The Who - Quadrophenia Remastered

Track Records - 1973 / Polydor - 1996

La primera vez que supe de la existencia de Quadrophenia fue en una pequeña habitación en Madrid. Había escuchado hablar de The Who. O al menos eso creía. O al menos eso quería creer. Puse el primer disco y quedé absorto escuchando el mar. Y cuando empezaba a preguntarme qué de genialidad tenía aquello que se llamaba I'm the sea y me subyugaba, me sacó de la modorra The real me. Era el álbum doble. No la banda de sonido de la película. Y no paré hasta escuchar ambos discos un par de veces. Grande fue mi alegría cuando vi que en un cine madrileño, uno de los pocos de entonces en el que no doblaban las películas, daban el film inglés dirigido por Franc Roddam. Los amigos zeppelines en The song remains the same, los alucinógenos Floyd con Live in Pompeii y Phantom of the Paradise (del gran Brian de Palma con un enigmático y perverso enano Paul Williams) eran el resto del banquete de cine y música que ofrecía la pequeña sala. Y sí: la melancolía del disco estaba puesta esas escenas de desilusión adolescente, de sueño caído, de frontera traspasada. La negación, el sujeto freezado, la decepción de ser el único en sostener lo insostenible. No voy a enumerar los motivos neuróticos por los cuales me volví sin un ejemplar de ese disco que, bien sospechaba, era inconseguible en Buenos Aires. En mi descargo sólo diré que si mi padre no me lo regaló fue sólo porque no pudo robarlo. Un par de años más tarde, en la argentinísima playa brasileña de Camboriú, di con una copia en cassette. No dos cassettes, sino uno de cinta finita que se me cortó y emparché con cinta adhesiva en muchas oportunidades. Igual me pasó con la edición argentina en cinta de Fiebre del Sábado por la Noche. Y como el personaje de Sting en Quadrophenia, pasados unos años esa maravilla universal, había perdido potencia, se diluyó en otros intereses y se fue. Hasta que en una aburrida tarde de oficinas di con la resmaterización del disco. Y entendí por qué había quedado alucinado con los golpes de bata de Keith Moon, qué de esa nostalgia seguía intacta en la escucha de tantos años después. Y entendí el concepto de obra, de estructura narrativa, de mixes de canciones que se enlazan unas con otras y vuelven, leit motiv, que más adelante sonaría en grande con The Wall. Henry Miller, a raíz del libro Ella de Rider Haggard, dice (nada textualmente) que todo escritor debería volver a leer, a edad madura, los libros que en la infancia lo formaron como lector y escritor. Lo mismo pasa con Quadrophenia.